
: Imagen tomada de www.pinterest.com.mx.
Entre el 25 de agosto y el 10 de octubre de 1949, el escritor, crítico e historiador literario Carlos González Peña realizó un viaje a Inglaterra y Francia. Por supuesto: escribió un libro al respecto: París y Londres. Cuadros de viajes (publicado, un año después, por la casa editorial Porrúa). Lo inusual no es que realizara el trayecto transatlántico ni que escribiera sobre su experiencia trashumante (el tópico del viaje al “Viejo mundo” es casi un género literario propio). Lo relevante en este caso es que lo hizo en avión.
González Peña había nacido en 1885, es decir, contaba con 64 años de edad al momento de realizar la travesía aérea. Había testimoniado el auge y el declive del modernismo; había escrito algunas novelas de prosa correcta y corte realista (como La chiquilla en 1907); había participado en la creación del Ateneo de la Juventud en 1909 (esa congregación de intelectuales y escritores que contaba entre sus filas a personajes como Alfonso Reyes o José Vasconcelos); había escrito una de las primeras historias de la literatura mexicana en 1928 (“no superada por la posteridad”, según las palabras de Fernando Curiel).
Era, en pocas palabras, un escritor adusto, que sobrevivía dando cuenta de libros y obras en suplementos y revistas (sus notas literarias iban frecuentemente firmadas con el seudónimo Maese Pedro). A diferencia de sus compañeros del Ateneo, casi no había viajado (el resto había emigrado o padecido el exilio en algún momento). “Trepé en el pájaro de acero, en nuestro aeropuerto de Balbuena, poco antes de las siete de la noche”, consigna en la primera página. Tres horas más tarde había aterrizado en San Antonio, Texas (¡maravillas de la era supersónica!). Durante la madrugada surca el cielo septentrional. No puede dormir de la emoción. Desea contemplar la aurora a varios miles de kilómetros de altura.
La experiencia le despierta reflexiones ontológicas: “Los accidentes en avión tienen el inconveniente —o la ventaja— de ser necesariamente mortales. El que viaja en avión, caso de sufrirlos, debe contar de antemano, con la resignación serena de morir; con la conformidad anticipada de su propio destino”. Viaje dantesco en dirección contraria: hacia arriba. Seguramente, antes de abordar González Peña había repasado su vida: dio cuenta de sus trabajos y penas, de sus gozos y sufrimientos: ¿cuál habrá sido el balance final? ¿Pensaría en su propia generación? Muchos de sus “secuaces” ateneístas ya habían muerto, como Pedro Henríquez Ureña o Antonio Caso. El país se modernizaba a pasos agigantados (y a grandes trompicones también): ¡cuánta distancia entre el México de Porfirio Díaz y el de Miguel Alemán!
“¡Soledad mía en estas alturas!”, exclama y luego lanza esta reclamación: “¡Y pensar que este portento del genio humano, la aviación, se utilice y desvirtúe para destruir!” Al llegar a Londres comienza su itinerario, guiado por sus lecturas y gustos literarios (el libro podría leerse también como un manual de literatura comparada). Se desplaza en autos, tranvías y trenes: para él resulta vertiginoso. Más que “cuadros” (o estampas fijas, como aquellas postales que nos llegaban o que mandábamos por correo cuando estábamos lejos de casa) podría describir sus escritos como imágenes en movimiento: “Pero si imposible es mirar detenidamente a la metrópoli británica en término de días; fácil se antoja examinarla en conjunto y captar la impresión que causa.”
En París evoca a los escritores latinoamericanos que lo antecedieron en ese peregrinaje a la “Ciudad Luz”, en particular a fray Servando Teresa de Mier. En Père-Lachaise visita las tumbas de Chopin, de Bizet, de Delacroix. Rinde tributo a los muertos creadores y piensa, de nuevo, en su propia mortalidad.
El viaje está llegando a su fin. El paso vertiginoso del tiempo cede un poco y le permite una reflexión postrera disfrazada de impresión: “En general, y tocante a la cuestión olfativa, ya que de olores se trata, Europa huele mal”. Finalmente, a los 64 años, Carlos González Peña ha experimentado la extrañeza de sentirse lejos del suelo nativo. Regresa a México para ver con ojos distintos, para reparar de nuevo en la sonoridad del español mexicano, para reencontrarse en sus viejos modos: “Y jubiloso, estremecido de emoción, respiro”.
*Imagen de portada: NASA on The Commons, en www.flickr.com.