
Imagen de Alfonso Cuarón, en www.imdb.com.
Con el paso de los días y aún pendientes de las novedades que Roma (Cuarón, 2018) siga cosechando a partir de su estreno internacional (incluyendo la posibilidad de un Oscar). La más reciente película de Alfonso Cuarón va cobrando una creciente relevancia cultural —no del todo inesperada— de cara a un nuevo momento paradigmático en la vida política y social de México. Ciertamente, esta consideración puede diluirse frente a la obra misma y la atención prestada a las peculiaridades inherentes a su exhibición. Sin embargo Roma —en más de un sentido— marca el regreso de su director a México. Y si en su geografía y en uno de los capítulos más ominosos de su historia deposita su esencia, también es cierto que en este retorno se anida un diálogo de Cuarón con el cine mexicano, o aquella entelequia que damos por nombrar como tal.[1]
Vale la pena recordar que no es éste el primer regreso de Cuarón a México en un contexto particularmente paradigmático de la historia del país y de la propia trayectoria del director. El primero, en los albores del nuevo milenio y los estertores del presidencialismo priista, lo regresó a su país natal en una encrucijada de su carrera, en el cual, después de su admisión en Hollywood y la dirección de dos películas que ya apuntaban su pericia aunque con respuesta dispar por parte de la crítica y la taquilla (La Princesita en 1995 y Grandes Esperanzas en 1998). Su intuición lo llevaría a tomar una decisión trascendental para su carrera. Emprender la retirada, pertrechar en su entorno íntimo y tomar por propio aquello único que el sistema de Hollywood no podía concederle aún: una película con total libertad creativa. El producto fue Y tu mamá también (2001) y lo que siguió a su éxito local e internacional es parte ya de la anécdota de uno de los capítulos más complejos, pero también brillantes de la historia del cine mexicano.
Sería esta la historia de prácticamente los últimos 20 años del cine mexicano. Una temporalidad que implicaría a dos procesos distintos aunque equidistantes en el contexto histórico que ha determinado a la producción del cine nacional. Y que por una parte nos encuentran con la excepcionalidad de un grupo de artistas que llegaron a Hollywood, desarrollaron con suficiente libertad un estilo y obtuvieron todo reconocimiento posible (en un rango de cinco años en cuanto a los directores). Pero también con la del otro proceso: el del cine producido en México en el mismo periodo y que aunque ha sido sistemáticamente invisibilizado en los circuitos de exhibición comercial nacional. Es una historia por momentos tan brillante como la otra y por tanto, digna de una revisión profunda. Que más allá de reivindicar la obra de los otros artistas que han encontrado fortuna crítica en el extranjero (no necesariamente en Hollywood). Repare en las particularidades de la cultura cinematográfica nacional de estos últimos tres sexenios y su configuración y respuesta a los permanentes desafíos que impone la persistencia de un monopolio que controla la exhibición de cine en el país. Y otro, que paulatinamente retoma el de la producción a punta de infames comedias románticas.
Es pues en este preciso momento de nuestra historia y de la cultura cinematográfica nacional que Cuarón ha regresado al país para dirigir la obra más personal de su filmografía. Que lo es no tan sólo por la anécdota y la intimidad en el tratamiento de un tema tan cercano a su biografía. Uno encuadrado en el contexto del año de 1971, la Ciudad de México y la historia de Cleo (Yalitza Aparicio) una joven indígena que trabaja como empleada doméstica y nana para una familia de clase media con la que vive y comparte su destino en una casa de la colonia Roma en la capital del país. En una historia que le permite recrear con minuciosa precisión las reminiscencias de su infancia y del más infame episodio acontecido aquel año. La brutal represión del Estado a una marcha estudiantil llevada a cabo el 10 de junio de 1971 en solidaridad con la comunidad estudiantil de la UANL, ahora conocida como el Jueves de Corpus o el halconazo.
Roma es pues el reencuentro del espectador con muchos de los temas recurrentes del universo fílmico del director (los niños, la madre y el duelo, los astronautas, el viaje a la playa, la catarsis, la política en segundo plano, la división de clases). Desplegados —tal vez— como las puestas en escena más complejas y emotivas de su obra (la fiesta de Navidad, la recreación del halconazo, la catarsis de la playa). Y en este sentido, Roma puede remitirnos a una película como El árbol de la vida (Malick, 2011) al instalarse en los recuerdos de la infancia bajo un tratamiento preciosista. Ambas, obras de un despliegue estético tan contundente que en el ensueño que produce la experiencia de su contemplación, son capaces de absorbernos en sus reminiscencias y apelar a nuestros propios recuerdos (no dejo de pensar en la recreación de la Ciudad Nezahualcóyotl en la que mi madre creció y en la que pasé tantos días bajo el resguardo de mi familia. También, la impecable bata blanca con el emblema verde del IMSS que dota de un carácter soberbio mi recuerdo de niñez sobre mi padre).
Sin embargo donde Terrence Malick creó una obra que se desarrolla a modo de una sinfonía visual, buscando en el recuerdo infantil (y el duelo) una historia de alcances metafísicos, Cuarón apostó por aferrarse a la narrativa y el encadenamiento de las diversas historias de sus personajes. Encontrando aquí también a Roma con otro de los rasgos de la filmografía del director, acaso el más problemático. El de la multiplicidad de historias secundarias que acaban por diluir la trascendencia de su narrativa principal. A tal grado —y tomando a préstamo la observación de Jonathan Rosenbaum— que puede acabar por banalizar por completo la historia central de sus películas.[2]
Esta circunstancia, que puede perderse en el pasmo que genera la experiencia visual, no es menor al tratarse de la historia de un personaje de las complejidades sociales de Cleo. La historia de una mujer cuyos matices raciales y culturales reinsertan esta nueva obra de Cuarón con una añeja tradición del cine mexicano. La que ha visto en la diferencia de clases y del tono de piel la idea para una película. Y que en sus productos más abyectos como Nosotros los nobles (Alazraki, 2013), por nombrar al más popular de los recientemente producidos en el país, no es más que un recurso que en la parodia del estereotipo, refuerza como una necesidad el confirmar al otro por sus cualidades folklóricas y asumir la imposibilidad de una comunión natural entre clases sociales.
Naturalmente, Roma establece una relación mucho más digna y profunda con la temática y sus personajes. Aunque no está de más recordar que el personaje de Cleo ya había sido sugerido en una de las tantas digresiones de Y tu mamá también, que a la vez establecía una diferencia de clases entre los dos roles masculinos protagónicos. Pero más allá de esta reiteración que dicho sea: Cuarón generalmente salva por el apego y cuidado que demuestra por sus personajes (a diferencia por ejemplo de la misantropía que González Iñárritu demuestra por los suyos), y que lo llevan a penetrar en sus mundos y sus problemáticas. El destino y desenlace de personajes como Cleo en Roma, Becky (Vanessa Lee Chester) la niña huérfana negra en La Princesita (Cuarón, 1995) y Kee (Clare-Hope Ashitey) la refugiada negra en Niños del hombre (Cuarón, 2006) se resuelven por la bondad de una familia blanca. Qué a cambio de su abnegación por el otro encuentran el camino de su propia redención.
Por supuesto que la trascendencia histórica y cultural de Roma en el contexto de que ha visto su estreno habrá de escribirse con el paso del tiempo. Por lo pronto, en los turbulentos días que agolpan diversas reflexiones sobre el futuro del país, queda el testimonio que el cine mexicano fue un tema que también se insertó en la opinión pública. Y es que Alfonso Cuarón regresó al país para contar una de sus historias más íntimas y cercanas: la del México dividido.
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[1] La vuelta de Cuarón cierra, finalmente, el regreso al país de los tres directores mexicanos ganadores del Oscar y nos permite ya reflexionar en la naturaleza de sus siguientes proyectos. Y es que cada uno, como acto inmediato al galardón, se ha vinculado con el país de maneras muy distintas. Guillermo del Toro con matices pedagógicos y vocacionales en el marco de una serie de clases magistrales en Guadalajara a días de la ceremonia donde consiguió su premio por La forma del agua (2017). Alejandro González Iñárritu con el proyecto que siguió a Revenant: el renacido (2015), una instalación conceptual que toma por temática las historias de inmigrantes y refugiados.
[2] Jonathan Rosenbaum, “Thinking Inside the Box: In Pan’s Labyrinth, Guillermo del Toro makes genre work for him. In Children of Men, Alfonso Cuaron lets it get in his way.” Consultado en https://www.chicagoreader.com/chicago/thinking-inside-the-box/Content?oid=924005
*Imagen de portada: Carlos Somonte, en www.imdb.com.